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Birdwatching en el desierto de Atacama

Antonia Reyes

Sobre mi mesón hay un despliegue de papeles y muestras color. Pinceles de todo tipo de grosor, acuarelas repartidas y algunas paletas de cerámica tienen ya las mezclas preparadas para empezar a pintar. Hay también un archivo importante de fotos que tomé en terreno, incluso algunas plumitas que logré recoger para tener como referencia alguna muestra táctil.

Me veo sentada frente a la mesa, pero estoy en un ir y venir de transporte mental, entre mi taller y el recuerdo vivo de esa mañana de pie frente al bofedal de Machuca. Binoculares en una mano, libreta de notas en la otra, cámara de fotos colgada al cuello y mirada encandilada. En parte de luz, en parte de belleza.

 

El bofedal es un humedal de altura, muy propio de las mesetas del altiplano, formado en esta caso entre los afluentes del río Machuca que han descendido desde el cerro Saye para formar un vado a 4000 metros sobre el nivel del mar. Es un escenario dinámico que, dependiendo de la disponibilidad del agua, se expande y contrae descubriendo cojines verdes de turba, musgos y gramíneas. Estas son las especies vegetales del humedal; enriquecen este ecosistema y lo acomodan para acoger a una variedad de animales desérticos.

Comunidades de vicuñas, por ejemplo, beben en los claros del vado; y se sabe que algunas vizcachas y felinos salvajes se esconden más arriba en los cerros. Por supuesto, una variedad riquísima de aves desérticas vienen aquí a hacer su despliegue de color y llenar los espacio de silencio con cantos y coros.

La luz es especial. A esta hora el sol da de lado sobre el agua y la hace brillar, de manera tal, que se notan zonas aún congeladas por las temperaturas gélidas de la noche anterior. Algunas aves juegan a sumergirse, otras caminan grácilmente sobre la capa de agua congelada que el sol de la mañana logra hacer brillar pero no derretir.

Otra vez la luz, permite ver colores guardados solo para quienes tengamos la suerte de estar ahí, frente a frente con las especies de inspiración. Bajo las condiciones adecuadas, el sol revela, por ejemplo, la iridiscencia de las plumas del pato de la puna, que resplandecen desde el café al verde intermitente cada vez que el pato se mueve. Un verdadero desafío para mis acuarelas.

Curiosamente y después de un tiempo suficiente sin interrumpirles, observamos que cada especie expresa rasgos de carácter que nosotros humanos entendemos como “personalidad”. Y por qué no jugar a antropomorfizar, a proyectar cualidades humanas en las aves… a ver si logramos identificarnos en ellas y lograr con ello más empatía.

El humor con que camina la Tagua apoyando sus patas membranosas se distingue de la picardía con que la Gaviota de Franklin busca restos de alimento. Los Flamencos sumergen la cabeza contrapesando para mantener la otra mitad de su cuerpo a flote con un pataleo que más parece un pedaleo, antes de emprender grácilmente el vuelo y cortar los cielos del bofedal con su aleteo rosado.

Captar los rasgos de las distintas especies por medio de la observación y lograr representarlos sobre el papel hará que las ilustraciones transmitan emociones y cobren verdadera vida. Tal vez incluso, lleguen a despegarse del papel y aletear, así como cuando intentaban despegarse del hielo. 

Como ven, este oficio de la ilustración de naturaleza no se trata solo de representar formas y colores, sino de ponerse en contacto con las complejidades y entramados que componen la idea de lo vivo. Una manera gentil de aproximarse a las aves y conocer sus detalles y la intimidad de su mundo.